Un chilango en Nueva York


Paseo de la Reforma en la noche

NUEVA YORK.- Algunas madrugadas de su nueva vida, mientras el tren de las 4:50 lo saca de Brooklyn, Carlos Hernández piensa que su esposa y sus dos hijos todavía duermen, y entonces, sin cerrar los ojos, le gusta imaginar que la siguiente estación del Subway va a ser La Merced, que subirá los escalones de dos en dos, atravesará el Anillo de Circunvalación y entrará corriendo a su vivienda en Santo Tomás, un predio expropiado por el gobierno capitalino, justo a tiempo para despertarlos. “Pero sólo lo pienso”, dice, su bigote ralo se le curva, como si la sonrisa saliera a detener un llanto de chorros sólo porque los hombres no deben chillar: “fui alguien que siempre se ganó todo a base de trabajo, y de repente pura necesidad. Por decisión de una persona de expropiar, te tumban tu mundo, te tumban tus proyectos, te tumban todo”.

Manhattan tiene aún miles de luces cosidas a su vestido negro, pero Carlos o Charly, como le dicen ahora, ni siquiera lo nota.

Aunque en los vagones de esas horas el idioma español podría competir, en estruendo, con el rechinar de ruedas contra vía, eso no es La Merced, y él lo sabe, ya no es el velador del predio Santo Tomás, ni el dueño de una microempresa de agua potable instalada en ese mismo sitio, su suerte toda ha dado un vuelco: los proyectiles de aire como hielo que despiertan a la isla se encargan de decírselo.

Si hay algo distinto al bullicio de las céntricas calles de Santo Tomás, a su cantina brava, al hotel de paso de a 250 pesos la ladilla, a los diableros, a los toreros, a la dizque Plaza Comercial “construida” por el gobierno de Marcelo Ebrard, es la esquina de Madison Avenue y la calle 98.

Es un paraíso, 57 pasos atrás de Central Park, bordeado con tiendas de ropa, restaurantes, cafés, museos, el reverdecido lado Este de la isla, la zona donde poco a poco, como un moho abonado por miles de dólares, los ricos de ésta ciudad se anteponen a los pobres en sus antiguos edificios remozados, art decó, victorianos, neoclásicos, chulos.

Carlos sólo trabaja. No conoce Central Park, piensa en los “30 granaderos con metralletas que llegaron para sacar a cuatro personas”, en “el que no tranza, no avanza”, en “es mejor ser delincuente, ser narco, a esos sí los defienden”. Recuerda la promesa hueca de reubicación que le hizo el GDF y se sabe sin opciones: “vueltas y vueltas, y nada”.

“Tal vez no sea tan difícil para otras personas, para mi sí. Allá era mi propio jefe, aquí soy ayudante de cocinero, preparo carne, pico cebolla, chiles, le ayudo al cocinero, preparo fruta como ensalada, el ayudante de cocinero tiene que dejar limpia la cocina, como no sabes inglés, eres el de abajo”, dice.

Por 12 horas diarias, seis días, obtiene algo más de 350 dólares a la semana, y de eso sale el pago de las deudas: casi 40 mil pesos de la máquina purificadora de agua desmantelada por la expropiación, otros 20 mil para el pollero, los 15 mil para buscar vivienda para su familia y pagar su propio cambio de vidas.

La mujer coreana que vigila la caja registradora del “Dely” lo mira sin mirarlo, un mexicano más, otro sin nombre, contratado sin papeles por la tercera parte de su precio. “Y que todavía salga (Ebrard) al otro día a decir que le están haciendo un bien a la ciudad. Es una burla”.

Manhattan, que lo mira cargando los costales de legumbres, ya lleva un buen rato levantada. Charly no rebasa el metro 60, cuando aparece en el restaurante, sudor en la frente, aditamentos de cocina en mano, parece mucho más chamaco de los 31 años que tiene. Casi no habla, “no masco el inglés”. Carlos ya aprendió que “onion”, blanca o morada, le hace lagrimear.

“Tratas de vivir la vida como desgraciadamente te está tocando vivirla, pero ni siquiera se puede uno dar el lujo de sentarse a llorar, aquí tienes que estar llorando y trabajando, y extrañando y trabajando, no te queda de otra”, dice en el camino de regreso.

Junto a los otros ocho que comparten la vivienda en ese extremo de Brooklyn llamado Jamaica, Charly devora un plato de Pancita, pide a El Universal entregar a sus hijos unas cajas con juguetes que él no ha podido enviarles, y libera una esperanza de damnificado: “voy a estar máximo un año y medio. De aquí pa’ delante, puro seguir trabajando, tratar de llegar a la meta de juntar un dinero, llegar allá y volver a construir algo”.

Entonces sonríe, con sus dientes chuecos y su boca carnosa, arma relajo con sus compas de exilio, se echa en la cama, se pone a mirar a Juan Querendón y antes de marcar la larga distancia para hablar con su esposa Concepción, dice entre dientes, para que lo escuchen: “a ese señor que Dios lo bendiga. Y que a mi no se me olvide”.

Publicado en El Universal

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DIEZ DÍAS ENLA RUTA

NUEVA YORK.- Cuando vi que las deudas ya me estaban comiendo, me decidí: salí del aeropuerto de Puebla hacia Sonora, hacia Hermosillo. En Hermosillo ya hay gente esperándote. Ah, soy Carlos Hernández, migrante.

Era noviembre. Lo pensé mucho porque todavía para venirme conseguí los cinco mil pesos para poderme pasar hasta Sonora. De ahí te llevan a Caborca y te esperas también, tienen que esperar ellos un día, dos días, yo esperé un día. Ahí tienen casas.

Te llevan a Altares. Es un cuarto grande nada más. Esperan a que caiga la noche, llega la noche y te mandan a la línea. Yo me quedé dos días en la línea.

De aquel lado de México, ahí, son como ranchos, ahí tienen un cuarto como de lámina grande donde llegan todos y ahí están.

Ellos saben en qué momento salir, puedes esperar un día, dos días, había gente que llegaba y se iba luego luego, depende el precio. Si tú vas a caminar tres días no te esperas, luego luego, así como te bajas de la camioneta donde te llevan, te mandan a caminar.

Nosotros, como íbamos a caminar menos, pues ellos tienen qué ver en qué momento está despejado y no hay mucha Migra, en ese momento te atraviesas. Caminas desierto, no se si el de Altar, la verdad no se, pero llegas a la carretera de Arizona.

Es a base de contactos. En Arizona llegamos igual a una casa. Y ahí depende a dónde vayas ¿No? Hay quienes van a Nueva York, a California, a Carolina, ya de ahí de Arizona se desplaza uno en carretera.

Por ejemplo, de Arizona para acá son dos días completos. Vienes en camionetas, entre sentado, acostado y hincado, tienes que venir escondido. Hay unas partes de carretera donde no se ve patrulla y más o menos te enderezas, pero en muchas otras partes vas dos, tres, cuatro horas inclinado, acostado. Enla Suburbaníbamos 11 gentes.

No traía cosas. A la hora de que atraviesas ya llegas sin nada, más que lo que traes puesto, con lo que llegas, porque como tienes que venir escondido, porque en todo el desierto hay migra, pues te guardas el dinero donde puedas.

Yo, la verdad, llegué con 100 pesos. Si me hubieran regresado no sé que hubiera hecho. En el camino te paras una vez al día. El chofer se baja a comprar pollo o pizza, pero solamente comes en la mañana y en la noche. Así los dos días, quien sabe por dónde pasamos.

Llegando a Nueva York te dejan en una casa y ahí llaman a tus amigos para que te vayan a recoger. Consigues trabajo rápido, ese ya no es problema.

Pero cuando estás esperando en Arizona, cómo no tienes nada qué hacer, solamente piensas en tu familia, llega un momento en que ya no sabes si regresarte o quedarte.

Todavía en el trayecto de Arizona para acá hay peligro de que pase un Migra y te regrese. Hay sentimientos encontrados, entre que quieres pasar y te quieres regresar. Ya no sabes.

Yo, la mera verdad, entre que quería irme con mi familia y que sabía que iba a regresar más endrogado. Entonces, no había otra opción más que venirte.

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LOS EXILIADOS DE EBRARD

NUEVA YORK.- Todos eran comerciantes, ambulantes o fijos, y su éxodo comenzó justo cuando el gobierno de Marcelo Ebrard abrió la era de reubicaciones, expropiaciones y desplazamientos en los primeros cuadros del Centro Histórico de la ciudad.

Allá, en La Meche, a Fernando lo conocían como el “Piñas”, porque vendía su jugo en un puesto del Anillo de Circunvalación, y su hijo Paco, quien trabajaba con él, fue el primero en apoyarlo, en julio del año pasado, cuando el negocio se vino abajo: “vámonos para el otro lado, le dije, y acá estamos”.

“Dos días después del desalojo del predio de Santo Tomás 47 ya me estaba yendo a la frontera”, cuenta el propio Fernando, jefe de una casa que, por mil 800 dólares al mes, habitan ocho capitalinos en la zona de Jamaica, Brooklyn.

“Nos quitaban el triciclo, nos decían que éramos ambulantes, nos pedían dinero”, cuenta. “Decidí venirme, acá sí hay trabajo, ya otras veces había venido. Luego se vinieron mis hijos. A Carlos también le dije que se viniera, pero no sabía que me iba a tomar la palabra”, dice el hombre, bajo de estatura, entrado en los 40, ayudante de cocina y lavaplatos en la zona del West Village.

Se refiere a Carlos Hernández, quien habitaba un predio expropiado por el gobierno capitalino, donde además había instalado una microempresa de agua potable, y que ante el acoso de deudas y nulas opciones decidió emigrar.

Según sus cálculos, habrá desde 800 hasta dos mil migrantes llegados de la zona del Centro de la ciudad de México en los últimos tres años, indocumentados todos, diseminados a lo largo de centenares de restaurantes, tiendas, almacenes y construcciones neoyorkinas, casi sin entrar en contacto unos con otros.

“Te los encuentras en el Metro, luego nos vemos en el banco, cuando vamos a mandar el dinero”, dice Carlos.

Pepe Zamora, quien también vive con ellos, se dedicaba a la venta de artículos escolares en las calles de Correo Mayor y El Carmen, y ahora es ayudante de albañil en una construcción en el Midtown.

“Ya me estoy acostumbrando. Con aprender algunas palabras la libras”, dice, “y cuando junte una lana, me regreso”.

Si en el año 2000 el Centro de Estudios de Migración (CIS, por su denominación en inglés) reportaba la presencia de 170 mil 400 mexicanos en esta ciudad, para el 2007 la misma institución radicada en Washington estimó que la cifra pudo haberse multiplicado al doble.

El Consulado de México en ésta ciudad, por ejemplo, reportó que en 2006 las estimaciones conservadoras dela Oficinadel Censo de Estados Unidos reconocían a unos 467 mil mexicanos viviendo en el área metropolitana de Nueva York.

La cifra, sin embargo, se elevaba a 597 mil 320 si se tomaba en cuenta el área triestatal, que conforman también Nueva Jersey y Connecticut.

Hoy, la cifra total puede estar cercana al millón de mexicanos, dice el Consulado.

Y la población nacida en el Distrito Federal, los exiliados del fracaso económico, puede alcanzar el 9 por ciento del total, lo que representaría entre 90 mil y 100 mil capitalinos enla Gran Manzana.

Y Nueva York se convierte en meta, porque los mecanismos para conseguir empleo han cambiado, y la colocación rápida en actividades más o menos bien remuneradas está garantizada, cuenta el propio Carlos Hernández.

En la zona de Manhattan funcionan por lo menos cuatro Oficinas de Reclutamiento, privadas todas, que ofrecen al migrante indocumentado un empleo a cambio de 100 dólares. No requiere documentación alguna, ni visa o identificación. Basta llegar, tomar una ficha, hablar con un representante que habla más o menos el español, y hacer la petición.

“Te preguntan qué sabes hacer, checan en las listas y te ofrecen tres opciones. Tú decides la que más te convenga, por horario, por salario, por día de descanso. En cuanto te quedas en el trabajo, les pagas los 100 dólares”, cuenta Carlos.

El cartel de una de esas oficinas, colocado en el andén de la estación Lexington y Calle 51, incluso ofrece que “no vas a tener acoso de la migra, ni redadas”. “Somos contratistas autorizados”. Es un servicio exclusivo para migrantes latinos, que tiene relación con más de 2 mil empresas de la isla, dice.

Es una ventaja en medio de tantas desventajas, dice Fernando, apenas con tiene tiempo de añorarLa Mercedy a su familia, “por lo menos ya no anda uno haciendo el recorrido por todas las calles, sin hablar inglés, buscando chamba aunque sea de lavaplatos”.♠

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